Nadie me adviritió jamás de los peligros de adentrarse en el propio yo.
Tampoco del empinado y rocoso sendero de la hipocresía y la vanidad.
Aún menos del impasible ego, de corazón duro como la piedra, de una frialdad inimaginable, enmascarada bajo una fina y delicada máscara de sencillez.
Hasta que un día, por decirlo de alguna manera, esta máscara se rompe y se vuelve a nacer.
Es entonces cuando se comienza a vislumbrar en la oscura soledad, una tenue y sutil luz, capaz de avergonzarte y además, ofrecerte lo que antes creías poseer: felicidad.
Me gusta, no es hasta que nos vemos como somos, que podremos serlo y compartirnos.
ResponderEliminarSi tienes oportunidad pasa por mi blog.
Besos
Adela